Por Hellen O’Neill
El «sueño americano» parecía estar haciéndose realidad para Emilio Maya y su hermana Analía, cuyo pequeño café les daba grandes satisfacciones.
Habían llegado desde Argentina a fines de la década de 1990 y se habían radicado en este pintoresco pueblo cerca de las montañas Catskill. Emilio era voluntario del cuerpo de bomberos y Analía hacía traducciones para la Policía, también a título de voluntaria.
Ambos ahorraban dinero para abrir un pequeño restaurante de comida argentina, pero estaban en el país ilegalmente.
Un día Analía se confesó con un amigo, el policía Sidney Mills, quien con frecuencia le pedía a los hermanos que lo ayudasen a resolver casos que involucraban a hispanos.
«Ellos ayudaban a la comunidad. Me pareció que la comunidad debía ayudarlos a ellos», expresó Mills.
En marzo de 2005 Mills arregló un encuentro con dos agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, según sus siglas en inglés), Kelly McManus y Morgan Langer, y se selló un pacto: los hermanos trabajarían como informantes y el ICE los ayudaría a conseguir visas S, un tipo de visa poco común que se concede a personas que ayudan a las autoridades.
Los Maya dicen que cumplieron con su parte. Cinco años después, no obstante, el ICE se volvió en su contra e intenta deportarlos.
Dijeron que no buscaban indocumentados, sino «pescados grandes, delincuentes» y dejaron en claro que no pagarían por la información y que los hermanos no podían contarle a nadie acerca de su trabajo como informantes.
Así, los Maya se internaron en el mundo turbio de los «informantes confidenciales», un mundo plagado de sospechas, engaños y peligros.
Al principio, todo parecía sencillo. En los partidos de fútbol, el restaurante o cuando iban de compras debían iniciar conversaciones y tratar de recabar información. Se encontraban regularmente con McManus y Langer para pasarles datos.
Emilio seguía albergando dudas. En la calle, las visas S son conocidas como las visas de los «snitch» (delatores), pero la tentación era demasiado grande. Estaban a punto de abrir su café. Los hermanos se aferraron a la posibilidad de conseguir la residencia.
En febrero de 2006, los agentes decidieron encomendarles misiones más arriesgadas. Le pusieron micrófonos a Emilio y lo enviaron a una vivienda donde funcionaba un prostíbulo. Todo salió bien y al mes siguiente los agentes del ICE les dieron permisos de trabajo válidos por un año, que serían renovados mientras trabajasen para el ICE.
En septiembre Analía se hizo pasar por una indocumentada mexicana en una fábrica de cosméticos de Port Jarvis, a unos 112 kilómetros (70 millas), para investigar si contrataban indocumentados a sabiendas.
Durante cinco semanas Analía vivió en un hotel y trabajó en un turno de 7:30am a 3:30pm. Llevaba un micrófono y al final de cada jornada se reunía con los agentes.
Analía dice que nunca vivió situaciones de peligro real, pero Emilio afirma que pasó varios sustos, como cuando fue enviado, con micrófonos, a un barrio pobre de Newburgh a comprar papeles falsos a una mujer llamada María. La mujer aparentemente sospechó algo y se lo llevó a otro lugar. Los agentes le perdieron la pista y Emilio cayó presa del pánico. Temeroso de ser descubierto, caminó muchos kilómetros antes de que los agentes dieran con él.
Hacia mediados de 2007, Emilio no podía con los nervios. «Les habíamos dado información sobre una pandilla, sobre una operación de contrabando y ellos no nos daban nada a nosotros», se quejó. Cuando encararon a los agentes, se les dijo que si dejaban de actuar como informantes, serían deportados. Los agentes exigían cada ve