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La vuelta al Martín Fierro

De un tiempo para acá me inquieta la idea de reescribir El gaucho Martín Fierro. Borges editó una antología de literatura gauchesca en la que además de incluir esta «gesta» de José Hernández y otras de Hilario Ascasubi, Bartolomé Hidalgo, Estanislao del Campo y otros, meditó sobre la división entre lo gaucho y lo gauchesco, que en su nomenclatura es la diferencia entre crear y recrear. Y en la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)», figuró un final distinto a uno de los personajes que comparten la escena con Martín Fierro. No hay poema latinoamericano (¿eso es lo que es?) más «revoltoso», que indague la relación entre el individuo y el estado, entre la civilización y la barbarie. Inefablemente atados a él están Domingo Faustino Sarmiento, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Ezequiel Martínez Estrada, David Viñas y Ricardo Piglia. De paso, Roberto Bolaño, que no era argentino, ni tampoco chileno, desargentinizó sus parámetros.

Hace poco, un joven paraguayo, ûscar Fariña, lo imaginó «en la clave marginal actual». Por ejemplo, en Hernández la frase «Era un cheto e Capital que nada se le entendía, que flor de papa tendría en la boca, ese marciano: lo único que repetía es que era palermitano» en el Martín Fierro de Fariña se convierte en «Era un gringo tan bozal, que nada se le entendía. ¡Quién sabe de ande seria! Tal vez no juera cristiano, pues lo único que decía, es que era pa-po-litano». Hablo, pues, de la traducción, intralingà 1/4e en el caso de Fariña, o translingà 1/4e, como ocurre en las tres versiones del Martín Fierro al inglés, una de Walter Owen de 1936, otra de Frank G. Carrino, Alberto J. Carlos y Norman Mangouni de 1974, y una más de Kate Kavanagh, hecha en 1967 y revisada en 2008. Las primeras dos son imperdonables; la tercera, cuyo comienzo es «Here I come to sing/ to the beat of my guitar,» es una mascarada. Pregunto así: ¿puede–y debe–el Martín Fierro reimaginarse en prosa en el idioma de Shakespeare? Algunos dirán que la idea es herética; sin embargo, he visto una adaptación del Mío Cid de Jorge Guillén al español del siglo XX. ¿Por qué no hacer entonces algo similar, aunque en traducción, con la obra de Hernández? La prosopopeya perdura, no así la música; pero forcejear con la música de un idioma en los parámetros de otro es trágico, así que más vale invocarla y no encarcelarla. Mejor permitir que el original respire de manera propia detrás de otra máscara. Siguiendo este argumento, yo, un mexicano, intentaré pronto–si un editor me avala–un nuevo Marín Fierro en cuento. En propósito será el mismo: leer desde otra geografía nuestra Odisea como un placer y no como «el cumplimiento de una obligación pedagógica».

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