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La crucifixión: historia y curiosidades

La crucifixión de Jesucristo es uno de los temas predilectos del arte occidental y una de las imágenes más reconocidas por los fieles cristianos y la gente en general. Pero las diversas representaciones del suplicio de Cristo apenas dan una vaga idea del horror que supuso esta dolorosa forma de muerte en el mundo antiguo.

Aunque la crucifixión surgió en Persia,  fue el imperio romano,  potencia dominante en la época de Jesús, el que perfeccionó este suplicio hasta convertirlo en una refinada sinfonía de sufrimiento y humillación. Los romanos la consideraban tan terrible que prohibieron aplicarla a sus propios ciudadanos. Solo castigaban de esta manera a rebeldes y criminales como advertencia para prevenir insurrecciones contra su autoridad. Se cree que cientos de miles murieron de esta forma hasta su abolición en el siglo IV por Constantino, el primer emperador romano convertido al cristianismo.

El suplicio constaba de una serie de fases que detallaremos en los siguientes párrafos.

La flagelación

Tras ser sentenciado a la cruz, los verdugos desnudaban al condenado, lo ataban a una columna baja y lo azotaban de dos maneras:  mediante el “flagelum” propiamente dicho, un bastón de madera con tres o cuatro correas de cuero simples; o su derivado, el terrible “flagrum”, que se diferenciaba del anterior en que las correas estaban repletas de trozos de hueso y metal y culminaban en pequeñas estructuras de hierro para incrementar el sufrimiento.

Aunque la ley judía establecía en “cuarenta menos uno” el número de golpes, Jesús fue azotado por dos verdugos romanos llamados “lictores” quienes administraban los golpe según su humor, por lo que no había límites para su ferocidad. Se estima que Cristo pudo recibir no menos de cien dolorosísimos latigazos, que lo dejaron terriblemente malherido, repleto  de hematomas, desgarramientos musculares, traumas, laceraciones, pérdida de hasta el setenta por ciento de su piel, heridas equivalentes a quemaduras de tercer grado y hemorragias internas que fueron determinantes para su rápida muerte en la cruz.

La coronación de espinas

Luego de la flagelación y antes de ser llevado al Calvario, los soldados romanos se burlaron de Jesús y pusieron en su cabeza una suerte de “corona” fabricada con ramas espinosas.

El arte ha representado usualmente a la corona de espinas como una guirnalda en torno a la cabeza, como las usadas por los emperadores romanos. Pero una lectura atenta del evangelio revela que las espinas le fueron puestas a Cristo “sobre” la cabeza y no “alrededor”, por lo que los especialistas consideran que la corona pudo ser una suerte de “pileus” o gorro que cubría todo el cuero cabelludo, a la usanza de los monarcas orientales.

Jesús pudo tener en su cabeza entre treinta y cincuenta perforaciones de espina, que, a juicio del médico venezolano Luis Enrique Palacios Ruiz, le causaron un “escalpamiento” o levantamiento del cuero cabelludo del cráneo, causando un intenso reguero de sangre y fuertes dolores.

El camino de la cruz

Una cruz romana se componía de dos partes: el “patibulum” (patíbulo) donde se fijaban los brazos del condenado, y el “stipes”, o palo vertical, donde colgaba su cuerpo y se clavaban sus pies. Ambos maderos combinados tendrían un peso total de cerca de 150 kilogramos, una carga casi imposible de llevar por un hombre sano, y menos por alguien previamente torturado.

Aunque las pinturas tienden a mostrar a Jesús cargando la cruz completa, con toda seguridad solo llevó el patíbulo atado a sus hombros, mientras el stipes permanecía fijo en el lugar de la ejecución.

La crucifixión y la muerte

Tras llegar al sitio de la ejecución, se pasaba al mayor horror de todos: el suplicio de la cruz, mediante el cual los sufrimientos se potenciaban hasta niveles superiores a cualquier umbral de tolerancia.

Las manos del condenado eran usualmente clavadas al patíbulo con grandes clavos de hierro de más de doce centímetros de longitud. El clavo no se insertaba en la palma de la mano como tienden a representar las pinturas, pues los tejidos allí son demasiado débiles para sostener el peso del cuerpo, sino en la muñeca,  donde el clavo lesionaba el nervio medio y causaba así un dolor indescriptible.

Luego de fijar las manos, los verdugos alzaban el patíbulo y lo unían al palo vertical. Procedían entonces a clavar los pies. Existe controversia sobre la posición de los pies en la cruz y el número de clavos usados en éstos. El arte ha tendido a representar a Cristo con los pies cruzados y un único hierro perforándolos. Pero los huesos de un hombre crucificado en la época de Jesús hallados cerca de Jerusalén en 1968 sugieren que los pies se colocaban a ambos lados del palo vertical, con un clavo para cada uno, fijado en el talón.

Dependiendo de las torturas sufridas previamente, el condenado podía pasar horas o incluso días en la cruz. Jesús apenas estuvo seis horas (fue crucificado a las nueve de la mañana y murió a las tres de la tarde), pero hay reportes de víctimas que estuvieron vivas en el madero hasta una semana.

La muerte en todo caso llegaba tras una agonía interminable y se debía a varios factores. El más importante era la asfixia. Al estar en una posición tan forzada, los músculos del pecho de condenado se debilitaban progresivamente. Para respirar debía apoyarse sucesivamente en las manos y los pies, reactivando en cada ocasión el dolor insoportable de los clavos fijados en ambas extremidades. Cada vez se hacía más difícil aspirar aire hasta que al final sobrevenía la muerte tras un paro respiratorio.

Asimismo, la pérdida progresiva de líquidos y sangre (hasta un 20% del total), unido a los diversas hemorragias sufridas durante la flagelación, traían como consecuencia un shock hipovolémico, cuando el corazón se quedaba sin capacidad de bombear suficiente sangre al cuerpo. En ocasiones (como les ocurrió a los dos criminales crucificados con Jesús) se aceleraba la muerte de los condenados quebrándoles las piernas. Así perdían un importante punto de apoyo para respirar y el final llegaba en cuestión de minutos.

A este panorama debe unirse la humillación pública. Tras ser condenado a la cruz, la víctima se convertía en un apestado, una no-persona, rebajado hasta el último grado de infamia. El “pañito de la vergüenza” con el que el arte ha cubierto las partes íntimas del Cristo crucificado no es sino una forma piadosa de aplacar el terrible espectáculo que suponía agonizar en medio de horribles sufrimientos, totalmente desnudo y a la vista de todos.

Por si lo anterior fuera poco, la muerte no suponía el fin del tormento, ya que se solía dejar los cadáveres colgados de las cruces hasta que se descompusieran o fueran devorados por  las aves de rapiña, los perros y demás animales salvajes, pues los romanos buscaban la aniquilación total de la persona. No fue el caso de Jesús como bien se sabe, ya que pudo contar con una sepultura digna. Y esa tampoco supuso el fin de su historia.

Orígenes artísticos

La imagen del Cristo crucificado ha inspirado a diversos artistas a lo largo de los siglos y ha sido motivo de innumerables pinturas, relieves y esculturas. Pero curiosamente, la primera representación conocida del suplicio de Jesús está bastante lejos de lo que podríamos considerar “Bellas Artes”.

Se trata del “grafito de Alexámenos”, un garabato descubierto en el siglo XIX en el Monte Palatino, residencia habitual de los emperadores romanos, y que ha sido datado en unos cincuenta o sesenta años después de la muerte de Cristo. Representa a un hombre adorando la imagen de un crucificado con cabeza de burro, acompañado de la leyenda “Alexámenos adora a su dios”. Quizás se trate de una burla de los colegas de Alexámenos a las creencias cristianas de éste.

Con respecto a la cabeza de burro, refleja la opinión que tenían los romanos de los primeros cristianos, a los que acusaban de practicar la onolatría, esto es, la adoración de un ídolo con apariencia de asno. El grafito puede verse hoy en el Museo Antiquarium Forense e Antiquarium Palatino de Roma.


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