Como podría esperarse de una persona que ha escrito sobre este tema durante más de 25 años, mi respuesta a esa pregunta es matizada.
Si el objetivo del programa es reparar los daños ocasionados por injusticias pasadas, entonces debemos terminarlo. Mis padres, que se criaron como mexicano-americanos en el sudoeste en los años 40 y 50, habitualmente enfrentaron discriminación. Pero eso no debe darles el derecho a mis propios hijos, que se están criando en un barrio de clase media alta, de recibir una ventaja cuando soliciten el ingreso a la universidad. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Pero si el objetivo del programa es producir líderes que tengan la apariencia de Estados Unidos en el siglo XXI, entonces debemos mantenerlo. Los funcionarios del censo estiman que, en dos décadas, los blancos serán una minoría estadística en la población de Estados Unidos. Sería contraproducente educar, principalmente, a la gente que tiene la apariencia del país que solíamos ser, en lugar del país en que nos hemos convertido.
Apoyo algunas formas suaves de acción afirmativa, como los esfuerzos de captación o los intentos de hacer publicidad en comunidades minoritarias. Pero me opongo enérgicamente a las preferencias raciales, como cuando una universidad establece una cuota numérica o coloca las solicitudes de minorías en una pila separada. Mi oposición se basa en el hecho de que las formas más agresivas de acción afirmativa perjudican a los supuestos beneficiarios, pero no porque equivalgan a una «discriminación inversa» contra los blancos. Eso no es así.
Sería bueno obtener alguna guía de la Corte Suprema, que está considerando un caso que desafía las políticas de ingreso de la Universidad de Texas en Austin.
Esa institución no es ajena a las batallas por la acción afirmativa. En los años 90, Cheryl Hopwood demandó con éxito a la escuela de derecho de la Universidad de Texas por sus normas de ingreso, que se basaban en la raza. Como respuesta, la legislatura aprobó la «regla del 10%», que admite al 10% superior de las clases que se gradúan en todas las escuelas secundarias del estado, para alcanzar diversidad sin utilizar explícitamente la raza o la etnia. Después de que la Corte Suprema falló en 2003 que las universidades podían tener en cuenta la raza como un factor en el ingreso, la Universidad de Texas revisó sus procedimientos para considerar la raza al admitir estudiantes que no entraban en el 10% más alto.
Esa es la política que ahora está en discusión. Dos estudiantes blancas, que no entraron en la Universidad de Texas en 2008 –Abigail Fisher y Rachel Michalewicz– están convencidas de que su rechazo fue a causa de su raza, ya que estudiantes de minorías, que según ellas merecían menos el ingreso, fueron admitidos.
El caso de las demandantes es débil. Los funcionarios universitarios realizan miles de decisiones difíciles sobre ingresos todos los años. Es difícil saber qué los llevó a la decisión de no permitir el ingreso de Fisher y Michalewicz, pero podemos suponer que no fue el hecho de que eran blancas. De los miles de estudiantes a quienes se ofreció el ingreso ese año, es casi seguro que la mayoría de ellos eran blancos. Fisher y Michalewicz deben conformarse con la probabilidad de que ellas fueron simplemente superadas por candidatos blancos más estelares.
Aún así, los observadores de la corte predicen que los jueces –algunos de los cuales están ansiosos de eliminar la acción afirmativa– probablemente revoquen la política de Texas. Será una victoria para los críticos del programa, que han estado combatiéndolo desde que la mayoría de los jueces tenían suficiente edad para asistir a la universidad.
Han pasado más de 50 años desde que el presidente John F. Kennedy firmara la orden Ejecutiva 10925, que requería que los contratistas que trabajaran para el gobierno de Estados Unidos llevaran a cabo «una acción afirmativa para asegurar que los solicitantes sean empleados, y que los empleados sean tratados durante el trabajo, sin considerar su raza, credo,