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El incidente es insólito y por eso es inminentemente narrable. Hace un par de días a mediodía, mi esposa y dos hijos se sentaron a descansar en unas sillas al lado de una mesa en Times Square. La algarabía en su derredor era enorme. La ciudad ha convertido esa sección, que podría ser descrita como el ombligo del mundo, en un hábitat apetecible al turismo: hay refrescos, hotdogs, pastelillos que están a la venta al lado de una enorme taquilla en la que a diario se ofrecen boletos a medio precio para la función nocturna de obras teatrales en Broadway. El año pasado hubo un atentado terrorista en esas cuadras, abortado por fortuna.

Ese día había varios miles de personas que se encontraban allí. Además de extranjeros pasaba por la calle una manifestación de inconformes que venía desde Wall Street. Josh, mi hijo mayor, llevaba una bolsa en la que llevaba libros, aparatos que usa en presentaciones como DJ y su computadora con un enorme archivo musical. Luego de un rato, los tres decidieron caminar rumbo a Central Park, que está a casi una docena de cuadras, y hacerlo sin premura, como si desafiaran la velocidad de Nueva York con un ritmo lento, dominguero. Más de media hora después, al llegar a la Calle 59, Josh de pronto se percató que había olvidado su bolsa.

Se sintieron invadidos por la angustia. Mi esposa paró un taxi y los tres se subieron. En el trayecto, Isaiah, mi otro hijo, preguntó–o mejor dicho, especuló–qué tan factible era hallar la bolsa perdida. ¿Un 30%? ¿15? Devorados por el fatalismo, concluyeron que su recuperación era el equivalente a un milagro bíblico. El taxi tardó otros diez minutos en llegar a Times Square y Josh corrió al sitio del que habían partido.

Sorpresivamente, la bolsa–un back-pack sin identificador, de color negro empalidecido por el uso, con zippers en los bordes–seguía allí, intacta, orgullosa, ignorante de su relevancia. Nadie la había tocado. De hecho, una pareja sentada en la mesa aledaña seguía allí, a la espera de que Josh volviera. Cuando lo vieron, sonrieron con gentileza y después de intercambiar un par de frases, le dijeron adiós y se fueron.

¿Dónde estaba la policía adiestrada a identificar artefactos peligrosos? ¿Ningún escuadrón anti-terrorista sospechó su existencia? ¿Los ladrones se daban la siesta justo a esa hora? Yo llegué a Times Square cuando el incidente ya había terminado. Mi felicidad fue enorme y asimismo mi asombro. Anne Frank, que murió en Auschwitz, quizás tenía razón al sugerir que el bien predomina en el mundo. ¿Están nuestras vidas guiadas por una fuerza superior que no solo nos controla como títeres sino que también nos confunde? ¿O es que somos producto de una serie de accidentes que, al ser narrados de tirón, resultan cómicos, por no decir imposibles?

Ilan Stavans
Autor y profesor mexicano. Titular de la cátedra Lewis-Sebring en Amherst College. Su e-mail es: Ilan@elplaneta.com

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