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El euro y la ficción

La sobrevivencia del euro está en entre dicho. Y no es el simple euro el que amenaza con desaparecer. También es el anhelo continental–léase «universalista»Â–de Europa, cuya desigual historia quizás se remonta al mundo griego.

Curiosamente, todo parece señalar que en la actualidad el primero en sucumbir será Grecia. No solo está en ruinas su economía sino que la situación política es precaria, dada la intranquilidad popular. ¿Podrá Atenas domesticar a la bestia cuando ella misma es esa bestia? Dicen los especialistas financieros que la Grecia moderna siempre estuvo en los márgenes de la europeidad. Detrás tiene el sueño de Turquía, que aspira a formar parte de la exclusiva (y exclusivista) liga de naciones, es hoy más distante que nunca. ¿Y qué pensar de Lituania, por ejemplo? En esa espiral descendente está España, donde uno de cada cinco jóvenes está desempleado. Y de cerca les sigue Italia, que, a pesar de la inefable renuncia del bufón Berlusconi, tiene como tarea titánica de convencer a uno de cada diez italianos que pagar impuestos no es un capricho sino una obligación. El único país sondable por ahora es Alemania, que tiene la economía más grande y saludable de Europa.

¿Puede Alemania mantener un status quo insustentable? Por casualidad, yo estuve en Bruselas hace una década, justo cuando, luego de años de discusión, el euro sustituyó las monedas nacionales y se convirtió en el dinero de un continente que añoraba la unificación. No hacía mucho había caído la Unión Soviética, y concretamente, el Muro de Berlín que separaba a las Alemanias capitalista y comunista. Aún entonces, medio siglo después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, el proyecto de una Alemania única era amenazante. El espectro de una potencia internacional que fácil podría caer víctima de sus propios demonios era debatido vehementemente en los escenarios diplomáticos. Es en ese contexto en el que nació la unión económica europea, en la ambición de tener a Alemania como el líder y asimismo mantenerla en sus cabales para que no vuelva a perder la razón. En otras palabras, Alemania siempre ha tenido en sus manos el corazón de Europa.

De vez en cuando se habla del federalismo norteamericano como el precursor de esa unificación continental. Mentira: los Estados Unidos no son una comunidad de naciones sino un país único con un idioma, una moneda, una historia y un gobierno galvanizadores. En un par de siglos, cuando la realidad como la conocemos ahora se haya agotado, acaso Europa quiera vivir una unificación similar. De ser así, auguro que no será por voluntad propia sino por agotamiento o abulia, que es lo mismo. Por lo pronto, el nacionalismo está vivo allí. La utopía de un continente alineado bajo una sola moneda–y, ergo, bajo un solo mandato económico–es una ficción.

El derrumbe del euro representa la caída de una ambición integral: la globalización como panacea. Si bien esa idea tiene un atractivo estético, a mí me resulta indefendible, por no decir incoherente. ¿Por qué busca una geografía que va de Lisboa a Minsk, con una población de 850 millones, la unidad cuando la multiplicidad es infinitamente más hermosa? Es obvio que de esa multiplicidad han salido monstruos igualmente peligrosos. De lo que se concluye que la tensión entre la unificación y la diversificación es un leitmotiv cuyos efectos seguirán presentes. La crisis internacional tiene pues a Europa en la mira. Sus insuficiencias son imponderables. Somos testigos del derrumbe de su proyecto de colectivización financiera. Pero ese afán puede regresar. Asimismo, otra vez vemos a Alemania como la cabecilla y el ombligo, o sea, el eje gravitacional, aunque en esta ocasión su ansia sea la de ayudar a los demás. Por desgracia, a juzgar por la historia (y se sabe que quien no aprende de los errores de la historia está condenado a repetirlos) esa actitud puede cambiar en cualquier momento.

Ilán Stavans es un autor y profesor mexicano. Titular de la cátedra Lewis-Sebring en Amherst College. Su e-mail es: Ilan@elplaneta.com

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