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Los excesos del 9/11

A una década de la tragedia de 9/11, el polvo finalmente se ha  asentado. la distancia hace posible una reflexión mesurada.

Cada año el  número de víctimas que fallecen en accidentes automovilísticos a nivel  nacional es mayor que el total de muertos en las Torres Gemelas, el  Pentágono y los avionazos. Igual la gente que perece de alcohol. O de  drogas. Nadie llora por ellos.

Los atentados, obviamente, sacudieron  los cimientos de nuestra civilización. De pronto despertó ante nosotros  una ideología incontenible: el antiamericanismo musulmán. El 9/11 le dio  presencia al flanco radical de esa ideología representado por Osama bin  Laden, quien fue liquidado por nosotros de forma vengativa. Sin  embargo, las razones para odiar a este país siguen en pié, acumulándose.

En  otras palabras, ni el remordimiento ni la introspección nos han enseñado  a ser más humildes.

Tampoco nos han permitido entender el por qué  de la animosidad contra nosotros. Al contrario, nuestra arrogancia  patriótica, nuestro infantilismo están en ascenso. Nuestros políticos de  entonces tergiversaron la amenaza enemiga. Nunca hubo armas de  destrucción masiva en Iraq. Atacamos de cualquier manera, destruyendo  una sociedad que de por sí estaba en ruinas.

Ambas  guerras, así como la retórica reaccionaria, han desfalcado el  presupuesto federal. La deuda externa es exorbitante. Nuestro sistema  educativo es raquítico. Nuestras ciudades están en bancarrota. El  desempleo está por los cielos. ¡Cuán útil sería el dinero que hemos  malgastado en esas batallas vergonzosas contra nuestros propios  fantasmas!

Mis críticos dirán que es injusto adjudicarle todos nuestros  males a los excesos del 9/11. De acuerdo, limitemos la lista uno solo,  máximo dos, los que mejor les convengan a mis críticos. Cualquiera de  esos males causa un dolor profundo.

Yo inmigré de México a los  Estados Unidos en 1985. Las razones de entonces eran simples: de este  lado estaba la esperanza y el futuro. Si lo hiciera otra vez, tomaría  una decisión diferente.

Esta nación está de cabeza. Lo  políticos de ahora tiene la misma saña que los de ayer. Las rencillas  partisanas nos carcomen las entrañas. Tanto el espíritu innovador que  definió a Norteamérica como ese excepcionalismo que nos caracterizó en  antaño están estancados.

Pudimos haber madurado y no lo hicimos.

Ilán Stavans es Autor y profesor mexicano. Titular de la cátedra Lewis-Sebring  en  Amherst College. Su e-mail es: Ilan@elplaneta.com.