Por Ilán Stavans
«Me gustaría preparar un léxico de cantinflismos: ‘ni sí, ni no, sino todo lo contrario'»
Atemporal, ahistórico, imperecedero, Mario Moreno «Cantinflas,» cuyo centenario se cumple este 12 de agosto, es, sin duda, el comediante hispanoparlante más importante de todos los tiempos. Pero es mucho más: un símbolo de la clase obrera estancada, un subversivo vestido de clown, y un admirable lingista cuyas lecciones nada tienen que ver con el aula de clase.
Su mensaje es que el apocalipsis es el leitmotif en la civilización hispánica. Siempre estamos ante el precipicio. Hay varias maneras de no caer en él. La religión lo ignora prometiéndonos el más allá. La izquierda organiza huelgas, como si con ellas el precipicio fuera a desaparecer. La ruta de Cantinflas es menos ortodoxa, aunque igualmente efectiva: la risa.
Charlie Chaplin, acaso más universal, triunfó en el cine mudo. Su talento estribaba en la pantomima. De allí su dimensión global, porque para gozar a Chaplin no hay necesidad de traducirlo. Cantinflas es más limitado. Él es nuestro y de nadie más porque es intraducible. Nos hace reír con frases torpes, caóticas, inacabadas. (Hace años un amigo mío intentó una traducción simultánea durante la proyección de una de sus películas y fracasó grandiosamente).
Aunque el humor de Cantinflas surge en la Época de Oro del cine mexicano, en la década del cuarenta, lo rebasa fácilmente. Su película «Allí está el Detalle» tiene el mismo valor que «Los Olvidados» de Luis Buñuel. Ambas iluminan no un instante sino una condición. Cantinflas reflexiona sobre la porción olvidada de la industrialización del siglo XX: el trabajador cuyos modos son anticuados, incapaz de insertarse en la modernización. Buñuel ofrece un mosaico de los niños callejeros, muchos de ellos huérfanos, que pululan por Ciudad de México sin rumbo, al margen del progreso.
Su influencia se deja sentir en expresiones humorísticas posteriores, en particular Chespirito, alias Roberto Gómez Bolaño (¿alguien se ha detenido a recapacitar en esa coincidencia onomástica con el autor de «Los Detectives Salvajes»?), aunque su arte es más etéreo. El Chavo del Ocho, El Doctor Chapatín, El Chapulín Colorado (la «ch», siempre la «ch») dependen del gag barato; son, en última instancia, personajes televisivos. Cantinflas surge de la carpa; es decir, es un comediante stand-up. Pero su comedia tiene una propuesta política (solapada, es cierto) y una estética propia.
¿A qué puede deberse la transversalidad de su humor en América Latina? La respuesta es sencilla: el México de Cantinflas era un México de encuentro. En él se hacía un cine que llegaba a todo el mundo. Por eso, desde el principio su público fue trasnacional. Las clases baja, media y alta en Bogotá se carcajeaban con él, las de Madrid, las de Buenos Aires, Santiago, Caracas… Por cierto, resulta curioso pensar que justo cuando creaba películas como «Ni Sangre Ni Arena», Borges escribía cuentos como «El Jardín de Senderos que se Bifurcan». El argentino cosmopolita es un producto del sueño europeizante de nuestro continente. Cantinflas simboliza lo autóctono, la latinoamericanidad sucia, pedestre, interrumpida. Uno ve hacia afuera, el otro hacia adentro.
Su ideología–como la de todo comediante que valga la pena–es la anarquía. Se burla de todo: de la autoridad y la sumisión, del amor y la soledad, de la belleza y la fealdad, de los hombres y las mujeres, de los ricos y los pobres, de Dios y del diablo. La academia no ha tenido mayor interés en estudiarlo porque los académicos somos unos pretensiosos. Porque lo que se hace en la academia divierte solo a los muertos.