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Después de las máscaras, el dulce premio de ser visto

Si Halloween es una noche para fingir y convertirse brevemente en alguien nuevo, el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos son jornadas para recordar quiénes somos y qué amores siguen dándonos forma.

Por Carin-Isabel Knoop y Sreedhar Potarazu, MD

Después de Halloween, guardamos los disfraces, devoramos los dulces que sobraron y vemos cómo las decoraciones desaparecen de las calles. Antes de correr hacia la siguiente festividad, estas celebraciones nos invitan a reflexionar sobre las máscaras, reales e imaginarias, que seguimos usando.

En la vida, adoptamos muchos disfraces. Algunos los elegimos: la calma profesional, el padre o madre competente, el amigo alegre. Otros nos los impone la cultura, la familia o las expectativas. Nos ayudan a manejar la incertidumbre y a tranquilizar a los demás. Como líderes, maestros o padres, a menudo adoptamos avatares de confianza para guiar a quienes dependen de nosotros. Quienes viven con enfermedades crónicas conocen este disfraz más íntimamente que la mayoría: cada día puede implicar representar que están “bien” para no incomodar a otros.

Pero cuando llevamos esas máscaras por demasiado tiempo, el disfraz se convierte en identidad. Un líder que proyecta perfección inspira imitación, no honestidad. Los que no lo hacen, muchas veces, destacan. Franz Kafka dijo que se sintió avergonzado al descubrir que la vida era una fiesta de disfraces y él había llegado con su verdadero rostro.

La palabra avatar proviene del sánscrito avatāra, que designa a un ser celestial que desciende a la tierra sin perder su conexión divina. Sugiere la posibilidad de transformarse sin olvidar la esencia. En el mundo moderno, sin embargo, avatar adquirió un sentido digital: una proyección de uno mismo que puede fácilmente reemplazar la realidad. En nuestros mundos virtuales filtramos y manipulamos, tanto como somos tentados y engañados.

Ya sea espiritual o virtual, cada forma nos advierte que la identidad puede reflejar una imagen si olvidamos a la persona que habita dentro. El desafío no es descartar todas las máscaras o avatares, sino saber cuándo nos moldean en lugar de servirnos. La autenticidad no consiste en no tener máscaras, sino en tener la libertad de quitártelas cuando la verdad o la conexión lo requieren.

Esta reflexión resulta especialmente oportuna al pasar de Halloween al Día de Todos los Santos, el 1 de noviembre, y al Día de los Difuntos, el 2, fechas con profundo significado en las tradiciones católicas e hispanas. El primero honra a todos los santos, conocidos y anónimos, que vivieron con valor y virtud. El segundo, celebrado en México como el Día de los Muertos, recuerda a los fieles difuntos. Las familias levantan altares velas, ofrendas y fotografías para recibir, por una noche, a las almas de sus seres queridos.

Estas conmemoraciones nos recuerdan que la identidad perdura más allá de las máscaras del tiempo y de los límites de la muerte.

Si Halloween es una noche para fingir y convertirse brevemente en alguien nuevo, el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos son jornadas para recordar quiénes somos y qué amores siguen dándonos forma. Porque, al final, no se nos recuerda por lo que fuimos, sino por quiénes fuimos, y el más dulce regalo de cualquier temporada sigue siendo el mismo: ser vistos.

Por Carin-Isabel Knoop y Sreedhar Potarazu, MD

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