Mi abuela materna, Celia —a quien llamábamos la Mamina— fue una educadora excepcional. Les enseñó a generaciones de párvulos sus primeras letras y números. Era la mezcla perfecta del buen amor materno: Amorosa pero firme, muy firme. Yo no solo fui uno de sus discípulos, sino que tuve la dicha de verla en acción durante muchos años y aprender de ella el arte de enseñar y educar.
A pesar de que durante mis años en el Loyola de Caracas ayudaba a mis compañeros de clase —recuerdo especialmente enseñándoles química orgánica al “Chucho y al Cifu”, grandes panas y mejores surfistas—, pensé equivocadamente que al decidirme por la carrera médica me alejaría de la enseñanza.
No pude estar más equivocado. Esa semilla de enseñar que me sembró la Mamina se multiplicó en la escuela de medicina y se convirtió en parte inseparable de mi práctica. Ya fuera aclarando un concepto de farmacología o fisiología, demostrando un aspecto del examen físico, o guiando a alguien a hacer su primera sutura, entendí que enseñando no solo ayudaba a un compañero o compañera, sino que también me ayudaba a mí a solidificar mi conocimiento y mis destrezas clínicas.
Durante el resto de mi carrera seguí con ese gusanillo de enseñar. Como residente, recibí el reconocimiento de los estudiantes que rotaban por el servicio de anestesiología. Como director del posgrado y luego jefe de servicio, ocurrió lo mismo con los residentes.
En 2020 decidí tomar un rumbo distinto en mi carrera y asumí un cargo administrativo de alto nivel en uno de los hospitales de Boston. Pero, a pesar de que con mi equipo logramos grandes avances, sentía un vacío que al principio no entendía, pero que resultó ser la falta de enseñar. Traté —con éxito parcial— de mantenerme activo a través de conferencias y clases, pero sin lograr llenar ese vacío del todo.
Hace poco más de un año tomé unos días de “auto-retiro” y, tras una revisión interna y personal, redescubrí que mi pasión y propósito no son solo curar o aliviar, sino también enseñar y formar a las nuevas generaciones de profesionales de la salud.
Así que, después de casi 30 años en Boston, decidí retomar una vida académica, esta vez en la ciudad de New Orleans, como jefe del servicio de Anestesiología en la Universidad de Tulane.
Porque, al final del viaje, una de mis mayores satisfacciones ha sido ver a la gran mayoría de mis alumnos desarrollar carreras exitosas, e incluso, en algunos casos, superar a su maestro. Como una vez me dijo mi abuela: "Yo estoy aquí para enseñarles a cruzar el puente, y cuando lo cruzan, me quedo de este lado feliz y lista para enseñar al siguiente alumno".