De niño, pasé muchos veranos en Lima, en la casa de la Tía Julia y mi abuela «La Mamina» — una dirección inolvidable: Porta 690, Miraflores, Lima, Perú. Allí corría, jugaba, saltaba, tomaba Inca Cola, aprendí a comer ceviche, me hice fanático del Alianza Lima y forjé fuertes lazos de amor con mi familia peruana.
En 1981 dejamos de ir debido a la presencia de Sendero Luminoso, con la promesa de Mamina de que «en cuanto todo esto pase, papito, volvemos a venir».
Pasaron 42 años para regresar y desde el momento en que bajé del avión, comenzó un cúmulo de sensaciones que creía olvidadas. Sentí la atmósfera húmeda de Lima en mi piel, olí los anticuchos callejeros, saboreé un picarón, oí el Pacífico bravo en la costa limeña y vi el cielo «panza de burro». Fue como si el tiempo no hubiera pasado.
Al reunirme con la familia, el amor seguía intacto. Con lágrimas en los ojos, tuve que reconocer cuánto, cuánto extrañaba a mi familia y al Perú. Un sentimiento que quizás no me había permitido sentir.
Tal vez sienta lo mismo al pisar de nuevo mi Venezuela, que no veo desde hace más de 10 años.
Vivo en los Estados Unidos desde hace 29 años, 26 de ellos en Boston. He tenido suerte, pero emigrar no es fácil. Dejar atrás afectos, costumbres, formas de vivir, paisajes, olores y sabores cuesta.
Todos los que emigramos lo hacemos de manera racional y consciente. A veces por motivos personales y otras por motivos externos que nos obligan a dejar nuestros países.
En este último caso, lamentablemente, es la realidad de millones de venezolanos que han tenido que salir de Venezuela debido a la complicada situación social, política y económica.
En cualquier caso, uno debe mostrar gratitud y respeto al país que nos acoge. Es como recibir a alguien en casa. Y aunque sea difícil, uno debe adaptarse al lenguaje, las costumbres, las expectativas y el modo de vivir de este, nuestro nuevo hogar. Repito, no es fácil, pero es necesario. Esto no significa que uno no busque rodearse de compatriotas o desee disfrutar de una comida típica o escuchar la música de nuestro gentilicio, siempre mostrando respeto, gratitud y el deseo de adaptarnos.
Les dejo con una frase del vals peruano «Todos Vuelven»: «Todos vuelven a la tierra en que nacieron, al embrujo incomparable de su sol». Lo escuché desde niño en mi casa en Venezuela, pero prefiero la versión más caribeña de mi tocayo Rubén Blades. Porque al final, todos vuelven, aunque sea en un recuerdo.