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Opinión | ¿Un enemigo imaginario?

Beatriz de Majo, internacionalista. Foto captura de pantalla.

Las opiniones de los analistas políticos sobre la rivalidad entre Estados Unidos y China no solo son variadas sino poco coincidentes. Y es que el tema en realidad es opaco debido a que  las declaraciones de lado y lado no parecen reflejar posiciones diáfanas, sino que parecen más bien diseñadas justamente para generar inquietud o zozobra. Todo ello es válido en política, pero no es útil para la toma de decisiones de los terceros que, siendo afectados por esta falta de claridad, se encuentran paralizados en la espera de encontrar una luz al final del túnel.

Tanto Washington como Pekín saben bien hacia dónde dirigen sus derroteros, pero la manera de explicitarlo pretende confundir al otro o mantenerlo en ascuas. Los aliados de cada lado, quienes son igualmente víctimas de esa falta de transparencia deliberada que explicitan los dos gigantes, también contribuyen a que las tensiones, en lugar de disiparse, se hagan más pronunciadas.

Pekín urgió hace una semana a Wendy Sherman, la enviada de más alto nivel del gobierno de Joe Biden que visitaba oficialmente al país asiático, a pedir a Estados Unidos que deje de satanizar a China frente a terceros. El comunicado del despacho de Relaciones Exteriores fue aún más contundente: “Estados Unidos culpa a China por sus propios problemas estructurales” y señaló que Washington considera a China un “enemigo imaginario”

Lo cierto es que los dirigentes de ambos países se encuentran en las antípodas ideológicas en lo que se refiere a una visión del rumbo que debe estar tomando la geopolítica en la cual actuamos todos, pero en el cual también, son ellos quienes llevan las riendas. Y eso sin duda los convierte en antagonistas en cuanto a tesis de carácter universal. No existe tal cosa pues como un “enemigo imaginario” en cuanto a un rival de tanto peso como China. Temas como los derechos humanos, cíber-seguridad, democracia, totalitarismo, apertura o control y la misma orientación de la cooperación internacional, alimentan las fricciones y el estancamiento de unas relaciones que, con una buena diplomacia, podrían funcionar tan eficientemente como un reloj suizo.

En poco más de dos meses está programada una reunión de los dos jefes de gobierno durante la reunión del G20 el 30 de octubre en la ciudad de Roma. Esta pudiera ser una ocasión única, no tanto para comprometerse en temas vitales sobre los que existen discrepancias insalvables tales como respeto a los derechos humanos, pero sí para exponer, de lado y lado, las argumentaciones que sustentan sus diferencias y conseguir una fórmula de convivencia responsable. Si tal encuentro en la Cumbre del G20 evidenciara una incapacidad de trabajar en el sentido de alcanzar un modus operandi bilateral cercano, podría profundizarse el distanciamiento del último encuentro telefónico entre Xi y Biden en febrero de este año y que  Scott Kennedy calificó como  una “rivalidad labrada en concreto”. Kennedy es una de las cabezas pensantes más calificadas del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales.

En los medios oficiales de las dos capitales, lo que se percibe en esta hora es la inevitabilidad de que tal situación se produzca por la distancia insalvable que hay en temas cruciales como, por ejemplo, la soberanía china sobre Hong Kong. Asuntos como éste y lo que tiene relación con la violación de derechos humanos nunca serán pasados por alto por Washington y será imposible para su presidente transigir en ellos. Y como el mencionado, muchos otros temas que tienen que ver con el cumplimiento de las obligaciones de China de cara a la comunidad internacional.

Lo anterior hace temer que quizás el encuentro Biden–Xi no tendrá lugar. Tenemos por delante, pues, un largo camino de desentendimientos dentro de los cuales los otros grandes países del planeta estarán vigilantes, evitarán tomar partido, pero permanecerán inmovilizados en sus decisiones futuras. ¿Será así?

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