Por Olga Imbaquingo – Especial para El Tiempo Latino y El Planeta
Ya pasó el tiempo de las tarjetas coloridas, con dibujitos y de temblorosa escritura de “Feliz día papá”. Las pequeñas de Miguel Rubio así se esmeraban para sorprenderlo en su día especial. Las niñas han crecido, son unas adolescentes, pero la tradición de un regalito y de celebrarlo no ha desaparecido en su hogar.

“Ahora es algo diferente, ya no dibujan las tarjetas, las compran en alguna tienda, pero siempre se acuerdan. Cuando eran chiquitas, mi esposa, Erin, las animaba a celebrarme el día del padre y eso es bonito. Yo también hago lo mismo en el día de la madre: me levanto tempranito a buscar unos chocolates. A veces en estas fechas nos da por irnos a cenar afuera o nos ponemos a cocinar en casa, de lo que se trata es de pasar muy bien”, dice Rubio.
Hace acopio de los pocos recursos que su memoria conserva para recordar cómo sus hermanas mayores se esmeraban en celebrar a su padre en este día, en El Salvador. “Allá no había tarjetas ni regalos. Se reunía toda la familia para hacer una comidita, eran momentos alegres”, pero son solo retazos difusos de alegrías que se desvanecen en el tiempo, su padre murió cuando Rubio solo tenía ocho años.

“Me cuentan que mi padre era un hombre caritativo. Tenía una tienda grande y le iba bien; esa fortuna la agradecía regalando productos a los más pobres de la comunidad. En esas cosas no me he puesto a pensar en mucho tiempo, pero desde aquí también trato de hacer cositas y estar pendiente de cómo ayudar a sacar adelante a la gente de Olomega, de donde vengo yo”.
Rubio no recuerda algún consejo o una historia que su papá le contó sentado sobre su regazo, era aún pequeño, pero se aventura a pensar que la finca de crianza de tilapia, en Olomega, que está tratando de sacar adelante junto a unos primos, quizá es algo que le viene del ejemplo que le dejó su padre, Miguel Pereira.
“La intención es emplear a la gente del pueblo, que tengan un sueldo fijo que reciban todos los meses. Estamos en la construcción y hemos logrado emplear a varios trabajadores”. Si las personas tienen un trabajo permanente, aunque sea humilde, tienen dignidad y son más felices, esa es la reflexión que hace este pequeño empresario salvadoreño.
Aquí en el área metropolitana, Rubio también trata de replicar lo que le han contado de su padre. Rubio Mechanical es una pequeña empresa de aire acondicionado y calefacción, sus trabajadores lo acompañan desde hace muchos años y durante la pandemia hizo todo lo posible porque nadie se quede sin empleo. “Con los años se construye una relación laboral y de una amistad y esa extiende a las familias y terminamos todos siendo una gran familia. Así que creo que mi padre no me dejó un consejo sino un ejemplo”.

Este padre de familia aquí empezó desde abajo. Su primer trabajo fue en un restaurante-deli, después fue jardinero, luego se dedicó a hacer entregas de productos a domicilio, hasta que empezó a capacitarse en aires acondicionados
Rubio, además, es miembro de un grupo de motociclistas samaritanos que buscan tiempo para hacer rifas y comida que luego la venden. Las ganancias se envían para ayuda a los niños o algún proyecto en su comunidad.
“En algún lado escuché que los hijos son solo un préstamo ya sea de dios o la naturaleza. Nos los entregan para guiarlos y hacer que sean seres productivos y de bien para la sociedad. La idea es que no nos pertenecen, sino que es un regalo que la vida nos ha dado para sacarlos adelante”.
Con ese convencimiento y esa entrega está feliz de verlas crecer a Grace (17) y Maia (15). “Se están convirtiendo en sus propias personas y lo que mejor puedo es estar allí como padre para guiarlas. El propósito es transformarlas en buenos seres humanos, responsables y productivas, eso es algo maravilloso”.
Cuando llegó Grace al mundo, Rubio se sintió el padre más feliz. Después nació Maia y la dicha fue completa. “Son bonitas, divertidas, cariñosas y les encanta abrazarme”. Los mejores recuerdos en familia se han vivido en una hamaca. “A veces llegaba cansado después de largas horas de trabajo, preocupado o moralmente caído y mis niñas venían se acostaban junto a mí, se enroscaban en mi cuello, contándome sus cositas” y la magia había hecho efecto, el estrés se iba en retirada.

Hasta ahora todavía se acercan a la hamaca, en la que tantas veces le pidieron a papá que les cuente historias de su infancia. Rubio no tiene idea cuántas veces les habló del trencito que pasaba por el pueblo. Apenas paraba los niños se subían a esperar para que empiece a rodar y lanzarse desde el techo. “Eso era una gran aventura, pero ahora que lo pienso mejor era algo peligroso, pero cuando uno es niño la imaginación es más grande que la realidad y eso era lo que nos daba alegría”.
Sus alegrías de hoy son menos de aventura y riesgos y más de reunirse al calor del hogar, organizar una cena para cuatro, conversar, reír y recordarles a sus hijas las ocurrencias de cuando eran pequeñas. No hay día del padre mejor que durante esas charlas a la mayor escucharla hablar de sus sueños de ser farmacéutica y piloto; y a la menor de sus deseos de ser bióloga.
Están en una edad que mañana pueden cambiar de opinión acerca de sus prospectos profesionales, pero lo que sí sabe Rubio, quien solo pudo estudiar hasta el bachillerato, que el día en que sus hijas le den el regalo de verlas convertidas en profesionales, será el obsequio más preciado para este padre.