La historia de la parodia política se remonta a la antigüedad clásica: los griegos fueron los primeros en realizarlas con notable dominio. Aristófanes, el célebre comediógrafo ateniense, representaba con frecuencia sátiras que tenían como blanco a los gobernantes de la ciudad, como en el caso de Los babilonios con Cleón, líder supremo de Atenas, como protagonista. En Grecia —como parece estar sucediendo hoy con Saturday Night Live— la comedia tenía un notable influjo en la formación de la opinión política de la gente. Aristóteles, uno de los tantos filósofos que han metido su cuchara en la sopa de la comedia, había puntualizado que esta daba cuenta de la existencia de hombres inferiores. La inferioridad a la que se hace referencia es moral: la fealdad de espíritu es la verdadera ocupación de la comedia. El humor —señaló otro filósofo— se ocupa de aquellas deficiencias que el hombre puede subsanar por un acto de voluntad para hacer de sí mismo un ser mejor, más bondadoso y justo.
Saturday Night Live es un programa de humor de larga trayectoria e indiscutible beneplácito en el público y, como todos los espacios de comedia, suele pasar por altibajos, pero en este momento, con Donald Trump como principal inspiración de sus parodias y chistes, está batiendo todos los récords de audiencia, motivando que algunos incluso afirmen que es “el partido de la oposición de Trump”. Menester es decir que Trump es, de suyo, un personaje apetecible para la comedia, porque mientras más excéntrico e impredecible resulte un político, con mayor intensidad se volverán sobre él el humor y la parodia. El humor, como el niño del cuento de Andersen, tiene la misión de mostrar la desnudez del emperador, pero si, además, este viene con calzoncillos rojos y floreados, el placer del comediante y el efecto de la crítica cómica son mucho mayores.
Lo que está sucediendo en términos políticos en este momento con SNL nos remite a otro concepto desarrollado por el abuelito Aristóteles: la catarsis, que para los antiguos griegos era la purificación de las pasiones humanas que se realizaban tanto en el teatro trágico como en el cómico —en el mundo del espectáculo, diríamos hoy—. La catarsis cómica produce una momentánea liberación de aquello que nos oprime, por medio de la risa. No es casual que mientras más autoritarios sean los regímenes políticos, con mayor fuerza se manifieste el humorismo, que termina siendo siempre el último refugio de la libertad.
Una gran discusión que suele hacerse con frecuencia y que tiene que ver con la finalidad de esta catarsis cómica es la de si el humorismo apacigua o exalta las pasiones políticas. Algunos señalan que produce un efecto adormecedor sobre la protesta social, la cual, al tomar la vía de la risa, se sustrae de los espacios en los que pueden lograrse los verdaderos cambios políticos, ofreciendo una válvula de escape a la inconformidad. Cuentan que la KGB tenía un departamento de chistes que aliviaban las tensiones de los ciudadanos soviéticos y divertían a Reagan. Otros sin embargo, señalan que el humor puede tener un efecto devastador, incluso subversivo, sobre el poder político, porque al poner en evidencia sus contradicciones, su desnudez —diríamos, para seguir con Andersen— hace que la gente pierda el miedo a enfrentarlo y termine rebelándose. Lo que hace que el humor cumpla una u otra función está directamente vinculado a cuán profundas son sus manifestaciones, a cuánta reflexión hay sobre las responsabilidad que tiene el humor en la formación del pensamiento político ciudadano más allá de la crítica simplona o banal. Tal es la tesis de Umberto Eco en su novela El nombre de la rosa: cuando el humor se eleva por encima de las pasiones infradiafragmáticas y se transforma en agudeza del ingenio, entonces desmonta el miedo que el poder produce y libera al ser humano. En este sentido, el ejercicio del humorismo no aletarga la inconformidad sino la estimula.
Es evidente que la sociedad norteamericana está bastante asustada —y el planeta entero, salvo Putin, que está sospechosamente feliz— con el advenimiento de Trump al poder y se enfrenta en este momento a la incertidumbre de qué camino tomará su gestión. Los primeros signos no son alentadores. Este temor se ha expresado en una reacción de los medios de comunicación y del humor que vuelve a colocar a SNL en el tope de audiencia. Lo que está sucediendo hoy con el humor en los Estados Unidos recuerda mucho la experiencia venezolana en los comienzos del gobierno de Chávez con la obra teatral La reconstituyente (el nombre era una parodia de la Asamblea Constituyente que se desarrollaba en ese momento). Fueron aproximadamente dos años de funciones diarias completamente agotadas. Los ministros y funcionarios públicos mostraban mucha tolerancia con el humor y eran con frecuencia espectadores de la obra, como Cleón, que en la antigua Grecia fue a presenciar la comedia de Aristófanes (antes de demandarlo) y el mismo Trump, que estuvo como anfitrión invitado en SNL durante la campaña, cosa que, dicho sea con justicia, ayudó a presentarlo como un personaje simpático que, curiosamente, puede también ser uno de los efectos del humor sobre los personajes políticos. La experiencia indica que cuando a los políticos demagógicos se les pasa la “luna de miel” de la popularidad, suelen arremeter en contra del humor como uno de los primeros rasgos de su autoritarismo, porque la crítica humorística es la que los deja más indefensos y al descubierto. En la Venezuela de hoy, los humoristas han sido perseguidos y sancionados; muchos de ellos han tenido que irse del país.
No pretendo comparar a Venezuela con Estados Unidos ni a Chávez con Trump, por más que a mucha gente se le parezcan. Sin embargo, la experiencia venezolana pone de manifiesto la gran responsabilidad que recae sobre el humorismo político en la resistencia contra el autoritarismo. No es casual que en algunos países, humoristas críticos se transformen luego en presidentes o líderes políticos de importancia.
El caso es que los comediantes que realizamos humorismo político tenemos un compromiso muy complejo con nuestros conciudadanos. Reír de los políticos debe ser también una manera de producir conciencia cívica o, al menos, de no destruirla o banalizarla. Nos corresponde que el humor sea expresión del pensamiento y para ello hay que pensar siempre en las consecuencias de lo que hacemos y hacia dónde apuntan los dardos humorísticos. La antipolítica que a veces se ha fomentado desde los medios de comunicación, y también desde el humorismo, puede ser peligrosa y hay que tener siempre en cuenta este riesgo. No creo en el humor apolítico. Por el contrario creo que el humorismo, cuando es político, debe serlo con P mayúscula, con pensamiento y reflexión, con valores y compromiso ético. Una escritora norteamericana dijo: “cuando la gente abre la boca para reír es momento de meter un poco de alimento para el pensamiento”. Si el humor es objeto de agresión por parte del poder, como sucede con SNL, es inequívoco signo de que está dando en el blanco y allí la responsabilidad del humorista —y su compromiso con la altura del debate que debe darse— aumenta.
En Venezuela tenemos una anécdota con uno de nuestros primeros presidentes, con la que podríamos finalizar esta reflexión. Un general llamado Carlos Soublette, ejerciendo la primera magistratura, se enteró de que un comediante hacía una sátira suya en una obra teatral llamada Excelentísimo Señor. Soublette hizo llevar a su oficina al comediante y le pidió que le leyera la obra, cosa que este hizo, no sin cierto temor de represalia. Durante la lectura, para asombro del comediante, el presidente reía a mandíbula batiente. Cuando la lectura terminó, el presidente le dijo al humorista lo siguiente: “Joven, vaya y monte su obra. Veo efectivamente que usted se burla de mí pero, honestamente, yo esperaba mucho más. Vaya y monte su obra, porque Venezuela no se ha perdido ni se perderá porque el pueblo se ría de su presidente; Venezuela podrá perderse cuando el presidente se ría de su pueblo”.